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El don de la palabra

El nuevo libro del neurocientífico Mariano Sigman, “El poder de las palabras”, es un texto de divulgación que mezcla filosofía, ciencia, política y economía a partir de la esencia del relato y de cómo generamos conjeturas sobre lo que podemos o no podemos hacer o incluso sobre cómo somos. El autor nos lleva a un terreno escritural donde convergen los griegos, Montaigne y Darwin.

7 octubre 2022

“Michel Montaigne vivía en un castillo. Ahí tenía su particular ‘Truman Show’. Al otro lado había un mundo oscuro de pestes y matanzas. Educado en esa cultura descomunal y desconectado de la realidad, Montaigne vivía en completa soledad. Hasta que encontró a Étienne de la Boétie. Por fin alguien con quien conversar de igual a igual; un amigo del alma. Pero la buena fortuna fue breve. De la Boétie murió joven y Montaigne, un prodigio de la conversación sin interlocutor, se encerró durante ocho años en el castillo a hablar consigo mismo. Así nació el género literario del ensayo”.

Este relato, contenido en el nuevo libro del neurocientífico, Mariano Sigman (Editorial Debate, 352 páginas), no sólo da cuenta de cuán importante es el arte de la conversación, al punto que Montaigne, al no poder conversar con nadie más, genera una fórmula para poder hacerlo consigo mismo, creando un nuevo tipo de narración que son los ensayos. La soledad y la falta de oportunidades de compartir ideas es lo más nefasto que le puede pasar al ser humano, asegura Sigman en este libro que atrapa de comienzo a fin.

“El poder de las palabras” se ha convertido en un texto de divulgación que mezcla filosofía, política y economía, además de los últimos avances en neurociencia. La esencia del relato habla de cómo generamos conjeturas sobre lo que podemos o no podemos hacer (‘soy malo para el deporte’ o ‘las matemáticas’) o incluso sobre cómo somos (‘soy introvertido’ o ‘timorato’). “Nos estacionamos ahí, en ese lugar como si fuera indefectible, y el libro es una suerte de oda al rango basado en ciencia. En él muestro que esa intuición es equivocada y que tenemos muchísimo más margen para cambiar de lo que sospechamos y cuento cómo hacerlo” explica el autor a la revista Vogue Business. La fórmula perfecta según el neurocientífico sería nada menos que las conversaciones –que en última instancia serían cómo aprender a pensar–, pero no sólo con otras personas, sino también con nosotros mismos.

La carrera que distorsionó su mente: cuando Sigman era un niño decidió participar en una carrera de atletismo, el año anterior, su hermano había obtenido una medalla, entonces él se entusiasmó. Sólo que esta vez sus padres fueron ataviados con cámaras de fotos y pancartas. Pero para desgracia del neurocientífico las cosas no sucedieron como lo tenía planificado. “Ni bien salimos entendí que ese día no habría medalla. Me pasaban por todos lados, a toda velocidad, y cuando ya iba entre los últimos, subiendo una cuesta que entraba al bosque, sentí un mareo, las piernas flojas, las tripas revueltas y a los pocos segundos estaba arrodillado, vomitando contra un árbol. Cuando recuperé algo de energía para ponerme de pie y caminar último hasta la meta pensé: “yo no sirvo para el deporte”, escribe. En ese tiempo, Sigman era un fenómeno para las matemáticas. Entonces se convenció de que ‘pensaba bien y corría mal’. Cuenta que en ese lugar se instaló por 40 años hasta que un día probó con trotar un par de kilómetros, que lo hicieron sentir un dolor en el pecho. A las pocas horas el pensador yacía en la guardia cardiológica de un hospital donde lo habían llenado de cables. Las obstrucciones eran menores y logró salir bien de aquel impasse. De vuelta en Madrid, la ciudad en la cual residía, se compró una bici, “salí un día de invierno, con pantalones largos y un abrigo de lana, y anduve los 15 kilómetros más decisivos de mi vida. Pedaleaba cómodo y tenía la sensación de ir recorriendo la naturaleza a la velocidad justa”. Los 15 kilómetros se volvieron 30, 70, 100, 200. En definitiva, al autor le llevó 40 años entender que se había equivocado. “No es que de chico no tuviese temple. Lo que no tenía era una buena condición física para la carrera, bien porque no era mi predisposición natural o porque no había entrenado lo suficiente”. Entonces formuló la premisa de que nuestra mente es mucho más maleable de lo que pensamos. “Aunque nos resulte sorprendente, conservamos durante toda la vida la misma capacidad de aprender que teníamos cuando éramos niños”, asegura. Pero el punto es que con el paso del tiempo perdemos la motivación para aprender, y así vamos construyendo creencias sobre lo que no podemos ser: el que está convencido de que las matemáticas no son lo suyo, la que siente que no nació para la música o alguien que piensa que es malo para el deporte. Pero estas creencias se pueden cambiar y para eso disponemos de una herramienta simple y poderosa: las conversaciones. Una idea que se encuentra en los cimientos de casi toda la filosofía griega, porque conversando se pueden analizar posturas o en definitiva tomar mejores decisiones, según aborda el libro.

La maratón de Boston, Twitter y los fake news: El 15 de abril de 2013, poco antes de las 15:00 horas, dos bombas explotaron muy cerca de la línea de meta del Maratón de Boston. Los responsables del atentado protagonizaron un escape de película que incluyó el secuestro de un conductor, el lanzamiento de explosivos caseros, el asesinato de un policía en el campus del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y varios tiroteos en zonas residenciales de la ciudad. El atentado de Boston fue una de las primeras noticias transmitidas en tiempo real por las redes sociales y Sorosuh Vosoughi, uno de sus primeros espectadores. Desde su escritorio del MIT, vio al mismo tiempo el drama en las vecindades de Twitter y de su barrio y entendió algo que poco tiempo después sería evidente para todos: resultaba muy difícil, casi imposible, separar lo falso de lo cierto. El virus del lenguaje encontró un caldo de cultivo perfecto en las redes sociales”, relata Sigman. Tras el episodio, Vosoughi le comunicó a su director de tesis que quería cambiar su doctorado. A partir de ese momento se dedicaría a desarrollar una herramienta para detectar la veracidad de los rumores que circulaban por Twitter. “En un esfuerzo computacional sin precedentes, en la antesala de la ciencia de los grandes datos, analizó una cantidad ingente de tuits, millones y millones de mensajes con opiniones y hechos sobre deporte, política, celebraciones, amor, envidia, odio… El objetivo estaba entre lo práctico y lo teórico: concebir un algoritmo capaz de separar, en esta base de datos de apariencia infinita, las frases ciertas de las falsas. ¿Acaso los mensajes falsos suelen ser más cortos? ¿Tienen más signos de exclamación? ¿Existen palabras más propensas a formar parte de una mentira que de una verdad? ¿Qué otorga credibilidad: el mensaje o el mensajero? Unos años después, estas preguntas (y muchas de sus respuestas) se han vuelto moneda corriente”.

En esos días, el descubrimiento de Vosoughi y su equipo fue sorprendente. Y es que el mejor indicador de la veracidad o falsedad de un tuit no es lo que dice, ni cómo está escrito, ni quién lo ha escrito, sino lo que hacemos los lectores. La mentira es fácilmente reconocible porque se propaga como el fuego. Vasoughi lo notó en campos diversos como: la política, la ideología, el deporte, la copucha. Las noticias falsas se difunden “más rápido, más lejos y más ampliamente” que las ciertas. Somos más propensos a dar parte de lo falso que lo cierto. La pregunta es ¿por qué lo hacemos? Sucede que lo falso no queda atrapado por el límite circunstancial que le impone la realidad. Y en esa libertad se pueden exagerar dimensiones del discurso, como por ejemplo la emocional, que son especialmente atractivas para el cerebro. “William Brady, investigador de la Universidad de Nueva York, descubrió que la difusión de un mensaje aumenta al ritmo nada despreciable de un 20% por cada palabra emocional que se agrega”, escribe Sigman. ¿Qué tal?

La emoción de las palabras: elegir las palabras es como elegir el vestuario. El que se viste de colores vivos o apagados no sólo cambia su manera de mostrarse ante los demás, sino también su estado de ánimo. Las palabras que usamos dan forma y color a nuestro mundo y al de las personas que más queremos. La expresión corporal de una emoción, a menudo inconsciente, también tiene el poder de inducirla. Esbozar una sonrisa puede producir alegría (aunque efímera) y fruncir el ceño puede llevar a que te enojes. “El primer viaje sistemático en busca de un origen universal de las emociones fue el de Charles Darwin. Después de lograr gran notoriedad con la publicación de ‘El origen de las especies’, Darwin recopiló una serie de expresiones relativas a emociones de diferentes partes del mundo, desde su entorno inmediato a los rincones más remotos”, explica Sigman. Pero su búsqueda había empezado mucho antes. En su célebre viaje a bordo del Beagle, dejó encargado que le informasen de todas las expresiones emocionales que se empleaban en el rincón más austral del mundo: Tierra del Fuego. También se interesó por las expresiones faciales de neonatos y recogió los primeros datos minutos después del nacimiento de su primer hijo, William Erasmus. “Durante sus primeros días anotó estornudos, hipos, bostezos, estiramientos, gritos y, sobre todo, cosquillas. Lo mismo hizo con cada uno de sus diez hijos y luego compiló estas observaciones con información que cuidadosamente solicitó a gente que estaba en una buena posición para observar por todo el mundo a bebés, ciegos, locos y el repertorio más variopinto del género humano”, continúa Sigman. Y lo mismo, por supuesto, en el mundo de los animales. Recopiló información de sus mascotas o de sus visitas a zoológicos, y a través de los ojos de naturalistas y cuidadores de elefantes a los que atosigaba con sus preguntas. Así concluyó que las expresiones emocionales cumplían una función adaptativa y que resultaban de un proceso evolutivo que los humanos compartían con los animales.

Cuenta Sigman, que el investigador Pablo Maurette dice que somos seres anfibios: entramos y salimos de la ficción como una rana sale del agua, sin esfuerzo y a veces sin darnos cuenta siquiera de que cambiamos de medio. A lo largo del proceso evolutivo, algunas especies anfibias perdieron esa condición y se convirtieron en habitantes de un único medio. ¿Pasará lo mismo con nosotros? ¿Perderemos la cualidad anfibia que nos permite transitar entre la ficción y la realidad? Tal vez lo único que siempre nos sobreviva sea la escritura, las palabras y los relatos, el resto será polvo.